DAVID RUIPÉREZ.- Casi con los ojos cerrados cualquier persona compraría una entrada para ver una película en manos de Spielberg, con guión de los hermanos Coen, protagonizada por Tom Hanks y que, además, narra una historia real. Es una apuesta segura sólo por ese elenco de figuras que han intervenido en su filmación.

El puente de los espías nos traslada a un momento clave de la llamada Guerra Fría representado en la construcción del muro de Berlín, viva representación de ese mundo polarizado que pudo estallar en un holocausto nuclear. Pero aquí no se habla de los grandes dirigentes ni de la alta política. Eso sólo resume el contexto. La película narra la historia de James Donovan (Tom Hanks), un abogado de Nueva York que se ve inesperadamente involucrado en las tensas relaciones entre su país y la URSS cuando la mismísima CIA le encarga una difícil misión: negociar la liberación de un piloto estadounidense (Austin Stowell) capturado por la Unión Soviética.

Sin un ritmo trepidante, el maestro Spielberg consigue jugar con los tiempos y la tensión contenida. El abogado se enfrenta en solitario a una partida de ajedrez con los soviéticos con la intromisión del Gobierno satélite de la República Democrática Alemana. Con una escenografía cuidada hasta el mínimo detalle, el guión y la interpretación consiguen generar en el espectador esa angustia que puede vivir un ciudadano anónimo cuando el futuro de la diplomacia internacional y del mundo recae sobre sus espaldas. Secretos, espías, intereses están sobre un tablero infernal que no es otro que el Berlín oriental de la Stasi, el muro y el mítico check-point “Charlie”.

Con todo, no se trata de una película arquetípica del mundo de los espías, ni un thriller político ni de abogados, sino que el factor humano está presente en todo momento y desde todos los puntos de vista. El personaje de Donovan canaliza principalmente las emociones, pero todos los demás implicados en esta trama de intercambios de espías están bien trazados.  No hay un exceso de melodrama, ni un exceso de tensión, ni de tiros ni de nada, sólo un cuidado equilibrio en la pantalla como el que tuvo que mostrar el auténtico James Donovan cuando representó los intereses de la superpotencia occidental sin haberlo pedido ni quizá soñado.