ÁNGEL M. GREGORIS.- La madrileña Margarita Ferrer y el austriaco Rudolf Friemel se conocieron durante la Guerra Civil española y se casaron. Él luchaba con las Brigadas Internacionales y tras la caída de la II República, huyeron a Francia con su hijo hasta que en 1942 Friemel fue detenido y trasladado a Auschwitz (Polonia). El 18 de marzo de 1944 volvieron a celebrar su boda. Esta vez dentro del campo de exterminio gracias a un permiso que el régimen nazi concedió a Margarita para entrar y repetir la ceremonia. Ella decidió quedarse junto a él y siete meses después su marido intentó escapar. Fue el 27 de octubre y lo hizo junto a otros cuatro presos, pero fueron capturados y condenados a morir en la horca delante de su mujer, que sobrevivió a la guerra y a la
liberación del campo en enero de 1945. Margarita y Rudolf son los protagonistas de una historia de amor dentro de uno de los lugares más terroríficos de la II Guerra Mundial. Un gesto inusual entre los nazis, que no volvió a repetirse y que lejos de ser bonito, resulta escalofriante. Más allá de los motivos para conceder este permiso, que incluía una noche de bodas en la zona donde se ubicaba el prostíbulo del campo, lo que está claro es que no fue por bondad ni compasión porque de eso el ejército nazi entendía más bien poco.

Las vías de tren, que sólo eran el principio del final. Imagen: David Cubero Gimeno
Exterminio
De nada valen estos guiños cuando más de 1 millón de personas murieron allí. Lo que empezó siendo el campo de concentración de Auschwitz tuvo que ser ampliado a Birkenau, que contaba con cuatro cámaras de gas y crematorios. Ambos campos llegaron a albergar hasta 100.000 personas en su punto más álgido en el año 44 y los mecanismos para el exterminio no daban abasto. Cuando los crematorios no podían quemar más cuerpos se incineraba en las calles. Unas calles que poco después de la liberación fueron abiertas al público como museo para que todo el mundo fuese testigo de las aberraciones que allí se llevaron a cabo. Ahora, a punto de cumplirse el 75 aniversario, más de 25 millones de personas han pisado esos caminos. Caminos regados por la sangre de todos aquellos que sufrieron una condena injusta y una masacre absurda ante los ojos de los aliados, que conocían lo que allí pasaba, pero hicieron oídos sordos hasta que terminó la guerra, tal y como demuestran fotografías que se publicaron en el Washington Post y que fueron tomadas por aviones de reconocimiento.

Algunos judíos llegaron a comprar billetes para ir. Imagen: David Cubero Gimeno
Colas interminables
Por esos caminos en los que Margarita y Rudolf volvieron a casarse pasaban diariamente colas interminables de personas con destino a las cámaras de gas. Unas cámaras de gas que fueron derruidas por los nazis con el objetivo de eliminar las pruebas, pero que dejaron entre sus paredes miles de historias truncadas sin contar. Historias de hombres, mujeres, niños y niñas, que fueron encarcelados y asesinados por el capricho de un hombre que nunca entendió la diversidad y la tolerancia.
Y muy cerca de esa zona se encuentran los barracones, casetas construidas primero de ladrillo, pero posteriormente con madera porque era más barato y más rápido. Cada vez llegaban más prisioneros y los nazis no podían permitirse errores. Hasta tenían sistemas de calefacción a pesar de que jamás los encendían. Les daba igual como viviesen, en el primer campo cabían en cada barracón 700 personas y en los de madera, que se construyeron muchos más, podían meterse hasta 400, cuando en realidad eran establos concebidos para 52 caballos. Muchos dormían en el suelo, entre el barro, y el resto apiñados en las literas. Cuando uno de los de la arriba moría, el del suelo podía ascender, también dentro de los barracones había jerarquías.

Miles de sueños truncados se quedaron en estas maletas. Imagen: David Cubero Gimeno
A su llegada a Auschwitz se les tatuaba una cifra y en ese momento dejaban de ser personas para convertirse en números. Incluso los Sonderkommandos, aquellos presos que tenían como función vacíar las cámaras de gas e incinerar a sus propios compañeros, al cabo de un tiempo dejaban de sentir pena. Tras la liberación del campo muchos de ellos prefirieron no hablar por la vergüenza que sentían, pero la verdad es que en esos momentos sólo luchaban por seguir sobreviviendo aunque fuera sólo un día más porque su destino al final era el mismo, la muerte.
Engaños
Lo que vendían como una ducha para que los presos fuesen sin gritos ni disturbios se convertía en su final. Tenían vestuarios previos a la cámara donde se desnudaban y se preparaban para “limpiarse”. Les decían que recordasen el número de percha donde habían dejado su pijama y les hacían entrar para, una vez dentro, echar el gas que utilizaban (ziklon B) por unos agujeros y esperar una media hora hasta que terminase de hacer efecto. De hecho, tal era el engaño que algunos judíos llegaron a comprar billetes para subir a los trenes que les llevarían hasta Auschwitz.
Buscando una vida mejor, con sus maletas, cuando llegaban les despojaban de todas sus pertenencias y si eran de utilidad, con suerte recibían un trabajo. Si no, se deshacían directamente de ellos como pasaba, por ejemplo, con las mujeres embarazadas, los niños, las personas mayores y los enfermos. No servían. Porque cuando estos presos entraban por la puerta les recibían con la famosísima frase “Arbeit macht frei (El trabajo os hará libres)”, pero la única verdad es que sólo la muerte los liberaba.
Ahora, los barracones y esas largas calles sólo reciben la visita de turistas, pero todos esos rincones guardan en su haber las historias de ese millón de personas. Lo perdieron todo. Perdieron sus vidas, sus hijos, sus familiares, sus amigos… y lo más importante, perdieron su humanidad. Y por eso, porque Auschwitz nos enseña hasta que punto puede llegar el ser humano, es importante ver y contar lo que pasó, para que no se olvide y, sobre todo, para que no se repita.

“Arbeit macht frei (El trabajo os hará libres)”, puerta principal del campo. Imagen: David Cubero Gimeno