RAQUEL GONZÁLEZ ARIAS.- Muchas personas, sobre todo mujeres y en especial adolescentes, viven con auténtico pánico lo que para muchos es un placer: comer.  Miran la comida con recelo, la trocean y juguetean con ella, moviéndola de un lado al otro del plato, retrasando así el momento de llevársela a la boca. Y por supuesto, evitan cualquier evento social que gire en torno a una mesa. No es que no quieran engordar, es que tienen auténtico pánico a ingerir una caloría de más.

Detrás, se encuentran los trastornos de la alimentación, fundamentalmente anorexia y bulimia nerviosas, patologías que no hacen sino ir en aumento y que aparecen a edades cada vez más tempranas.

Lejos de lo que muchos puedan pensar, estos trastornos no son el capricho de unas niñas que juegan a ser modelos, un concepto erróneo que las estigmatiza socialmente y que está muy lejos de la realidad. Es cierto que la presión social por entrar en unos cánones de belleza cada vez más exigentes e idealizados tiene mucho que ver, pero detrás de los trastornos de la alimentación hay todo un problema de gestión de las emociones.

Comedores terapéuticos

Para ayudar a estas chicas a normalizar su relación con la comida, algunas Unidades de Trastornos de la Conducta Alimentaria cuentan con comedores terapéuticos que sirven de complemento a otras terapias. Es el caso del comedor que hay en el Hospital Clínico San Carlos de Madrid, donde la figura de la enfermera ha ido ganando peso, pasando de ser la que observa y vigila a las pacientes durante la comida a involucrarse en su tratamiento de una forma más directa. Como explica Lourdes González Cordón, enfermera especialista en Salud Mental de esta Unidad, “al principio, la enfermería participaba vigilando durante la comida, pero poco a poco nos fuimos involucrando más al darnos cuenta de que no era posible estar en el comedor sin establecer un vínculo con las pacientes y conocerlas mejor”.

Juventud y falta de vida

A este comedor, con capacidad para quince personas, las pacientes acuden cuatro veces por semana. Muchas de ellas han pasado por ingresos hospitalarios y, en ocasiones, las recaídas las llevan a ingresar de nuevo. En su mayoría, tienen entre 18 y 25 años y más que su extrema delgadez, llama la atención su actitud frente al plato, su desgana y, en algunos casos, ese contraste entre juventud y falta de vida, patente en esos huesos que se hacen evidentes a través de la ropa, pero sobre todo, en la mirada. “La mayoría de los que casos que nos llegan aquí -explica Lourdes González- corresponden a trastornos en un estado muy evolucionado, a veces, dentro de la cronicidad”. Además, añade, “es frecuente que tengan una patología mezclada con otros trastornos como el de personalidad”.

A pesar de la actitud que muestran ante la comida -hoy se enfrentan a un filete empanado con guarnición de verduras- estas chicas acuden aquí voluntariamente. “No se puede trabajar si no hay ganas de colaborar y un deseo de cambiar”, afirma esta enfermera. Pero es obvio que les cuesta ingerir cada bocado y eso que no están ante una de sus peores pesadillas: los macarrones y la paella.

La recuperación

Como nos cuenta Lourdes González, es difícil hablar de la evolución de estas pacientes en general porque, nos recuerda, son casos muy avanzados y cada uno muy distinto. Cuando llegan por primera vez al comedor, se enfrentan al mismo menú que el resto de sus compañeras, pero “aquí no vienen tanto a aprender a comer como a normalizar su relación con la comida. Estas chicas tienen un problema de comunicación con respecto a sus propias emociones, no saben cómo expresarlas y lo hacen mediante la alimentación. Es muy llamativo verlas comer porque tiene su significado. No son capaces de hacer un reconocimiento de sus propias emociones, pero sí las expresan a través de la alimentación y, sobre todo, de su forma de comer”.

Poco a poco, las pacientes van estableciendo un vínculo dentro del grupo terapéutico y empiezan a comprender qué es lo que les sucede y cómo empezar a cambiarlo. “Las ayudamos a entender que hay otras formas de expresarse que no son a través de la comida. Esto es muy importante porque comer forma parte de nuestra cultura e intentamos que se convierta de nuevo en algo agradable que forma parte de sus vidas”.

Factores de riesgo

“El entorno, el colegio, la familia, la personalidad o las vivencias de cada uno” son algunos de los factores que, subraya Lourdes González, pueden influir en la aparición de un trastorno de la conducta alimentaria, sin embargo, ante los mismos condicionantes, matiza, no todos somos igualmente vulnerables a padecer un trastorno de este tipo. Y aunque es cierto que suele debutar en la adolescencia, sobre todo, en las chicas, también hay casos en la edad adulta y en varones, aunque estos son los menos.

Señales de alerta

Cuando el paciente ha hecho de su problema un hábito de vida, es decir, se ha cronificado, es muy difícil modificarlo, por eso, conviene detectar el problema lo antes posible. Es clave que los padres estén atentos ante determinados signos de alerta, fundamentalmente:

-Una pérdida de peso importante, manifiesta, alrededor del 15%.

-Un cambio de carácter: suelen ser niños dóciles y simpáticos que de repente se muestran en un estado permanente de irritabilidad.

-Aislamiento creciente que se percibe, sobre todo, porque evitan que otros les vean comer.