DAVID RUIPÉREZ.- No es una de esas películas que o las amas o las odias. No hay demasiada polémica al respecto, La ciudad de las estrellas es un peliculón para público y crítica, uno de los grandes títulos de año, pero sólo el tiempo juzgará si merece entrar en el Olimpo del Séptimo Arte. Por el precio de la entrada obtendremos mucho más que dos horas de entretenimiento, por ejemplo, un regusto a magia en la retina, amor el jazz -aunque nunca le haya gustado ese género- y sobre todo, una reflexión sobre si perseguir un sueño profesional y una relación de pareja son aspiraciones incompatibles.
La historia se sostiene, un músico y una aspirante a actriz luchando por triunfar en el siempre hostil clima social de Los Ángeles, megaurbe con millones de candidatos a estrella de Hollywood que acaban sirviendo cafés. Un punto fuerte de la cinta es la química que se percibe entre el atractivo Ryan Gosling y Emma Stone, que no le va a la zaga. Hacen muy bien su trabajo, se respira amor auténtico, constituyen una pareja envidiable. Luego entran en juego las respectivas carreras como artistas, el egoísmo, el éxito o el fracaso, la frustración por traicionar ideales artísticos… Todo un cóctel de sentimientos amenizado por unas canciones bien escogidas, por bailes y coreografías plenos de encanto y por una estética que recuerda a los tiempos dorados del cine clásico. Salvo por los móviles y por algunos modelos del coches no sabríamos decir si estamos en los años cincuenta u hoy en día. Visualmente es un regalo donde todo lo que vemos está ahí por una razón. Y los oídos también son agraciados con pegadizas melodías en un auténtico homenaje al jazz que invita a mover rítmicamente los pies. Es la impronta que el director, Damien Chazelle, que ya dejó en otra película de culto, la majestuosa Whiplash, más que recomendable aunque no desatase las pasiones de esta La La Land.