ÁNGEL M. GREGORIS.- Cuando llega Rosa a trabajar estos días se encuentra con un escenario muy distinto al que veía hace tan solo unas semanas. Las 24 camas extra de UCI que se habilitaron para pacientes críticos con COVID-19 se han retirado y su hospital, el Severo Ochoa, de Leganés (Madrid), ha vuelto a las 12 que tenía anteriormente. Ahora el nivel asistencial es mucho más bajo y ella y sus compañeros miran con incertidumbre la desescalada. Una incertidumbre por lo que pueda pasar, pero también porque psicológicamente ya están muy mermados. “Parece que no queremos parar del todo y aunque la asistencia ahora es menor y nos permite tener más tiempo para hablar y recordar, no queremos porque nos derrumbamos”, asegura la enfermera.
Como ella misma le explicaba a su hijo, “cuando llego al hospital me pongo un pijama mágico que me aísla de la vida y me hace centrarme en atender al paciente, realizar las técnicas, dar los cuidados, ayudar a mis compañeros”. Un pijama mágico que le ha permitido que el peque de 4 años entienda por qué él no podía ir al colegio ni su padre a trabajar, pero su madre sí tenía que salir de casa. “Antes estaba todo el día con mascarilla en casa y dejé de tener contacto piel con piel con mi hijo para protegerle. Para él era difícil de entender, pero hoy en día todavía no se me ha ido ese miedo. Ahora llego, me quito las zapatillas y hasta que no estoy duchada y totalmente desinfectada no les doy un beso”, cuenta Rosa.
Soledad
Ella coincide con muchas de sus compañeras en que una de las cosas más duras de esta pandemia ha sido la soledad de los pacientes. “Era miedo, incertidumbre, impotencia; llegó a ser indigesto estar allí y vivir la muerte tan de cerca y tan seguida. Es triste recordarlo, pero en mis 12 años trabajando en cuidados intensivos nunca había sentido esa sensación de abandono y de estar solos. Una muerte digna se consigue con el acompañamiento de los familiares y ahora no ha existido. Por mi parte, puedo decir que, siempre que he podido, esas personas han podido tener mi mano para despedirse y desearles buen viaje”, apunta.
Rosa se emociona al pensar cómo le explicará a su hijo todo esto cuando crezca: “A lo mejor hay que recordarlo como un punto de inflexión en cada uno de nosotros. Es una situación que nos ha hecho pensar que las pequeñas cosas son a las que hay que dar importancia. A veces se nos habían olvidado los besos y los abrazos, algo que no pensábamos hace dos meses y ahora estamos deseando que lleguen. Le diré que viví una enfermería de guerra, momentos que jamás pensé que viviría y que me hicieron darle prioridad a cosas que antes no daba”.
Y ahora, con las camas que antes colapsaban su hospital y ya se encuentran vacías, mira desde cerca la desescalada y la nueva normalidad. Una nueva normalidad que asusta porque “salir a la calle para mí es casi peor que ir a trabajar”. “Veo que hay gente que actúa como si no hubiese pasado nada, como si no hubiese más de 27.000 muertos. Es frustrante pensar que nosotros hemos hecho todo lo posible por intentar salvar, curar y cuidar y ahora la población no sea capaz de respetar unas medidas mínimas”, concluye a la vez que reflexiona que “los aplausos de las 20:00 no sirven de nada si a las 21:00 salimos a pasear y no cumplimos las normas”.
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