ÁNGEL M. GREGORIS.- “Mi prueba ha dado negativo”, dice Raúl Gavira nada más descolgar el teléfono. La entrevista empieza con una buena noticia y es que, si todo va bien y le baja la fiebre, podrá incorporarse al trabajo el mismo lunes. Es enfermero y trabaja en el Hospital Universitario de Móstoles (Madrid). Ahora, más que nunca, sus compañeros y la población le necesitan. A él y a todos los profesionales sanitarios que están luchando día tras día para derrotar al COVID-19.
No tenía síntomas, pero, siguiendo recomendaciones y por responsabilidad, en su hospital se toman la temperatura antes de iniciar los turnos. El termómetro marcó 37,5 y rápidamente le hicieron el test para comprobar. “Ahora estoy de baja, pero estoy deseando darme el alta y volver al trabajo. Hacen falta muchas manos”, afirma.
Antes de este contratiempo, Raúl ejercía sus funciones en la sala de reanimación (REA) del hospital, adonde volverá en los próximos días. Ahora, echa la vista atrás y recuerda cómo vivió el inicio de la pandemia y cómo ha cambiado su manera de verla. “No sabíamos lo que se nos venía encima y no éramos conscientes. Yo diría que a partir del 10-11 de marzo es cuando empezamos a darnos cuenta. Empezaron a venir pacientes, se ponían bastante malitos y te dabas cuenta de que la cosa iba a peor”, rememora Raúl, que explica “cómo esos pacientes, que aparentemente llegaban con una infección respiratoria, en su placa salía neumonía y en 90-120 minutos empezaban con dificultad respiratoria, broncoespasmos y necesitábamos intubarlos”.
Él mismo reconoce que lo más duro de estos días está siendo el estrés, el volumen de trabajo y la carga asistencial. “Estamos haciendo turnos de tres horas como máximo con los trajes puestos, se pasa mal porque se suda muchísimo. Entre nosotros intentamos que sean sólo dos horas porque sabemos que mientras lo llevamos puesto no se puede orinar, comer o beber, nos organizamos…”, asegura. Y ese compañerismo es lo que más valora. “No podemos abrazarnos y tocarnos, pero a través de las gafas, de las pantallas, de los EPIs, solamente con una mirada ya los estás dando un beso y un abrazo”, cuenta con la voz entrecortada por la emoción. “De esta vamos a salir más buenas personas, nosotros cuando empezamos el turno, nos damos ánimo y nos prometemos que vamos a sacarlo adelante. Es necesario que hagamos caso a las autoridades y si nos dicen que nos quedemos en casa, lo hagamos”, subraya.
Admite que para él es imposible no pasar miedo “porque no estamos siendo conscientes de lo que tenemos encima” y, además, el sentimiento diario al abandonar el hospital es la frustración. Esa frustración de que están haciendo “todo lo que pueden y no consiguen que salga adelante”.
Jamás imaginó que iba a vivir una crisis como esta, pero no tiene duda de que, si volviese a nacer, volvería a ser enfermero. “Es mi profesión, mi vida. No sé hacer otra cosa”, destaca. Y tampoco tiene duda de que los aplausos deben seguir cada tarde a las 20.00. “Se me caen unos lagrimones cada vez que lo escucho y me dan una inyección de fuerza. Me hacen pensar que tengo que seguir porque estamos para eso. Yo cuando estoy en casa también salgo porque se lo merecen, nos lo merecemos, pero no solamente nosotros, sino todos aquellos que están día a día haciendo que el país siga funcionando”, puntualiza.
Aunque es consciente de que necesitarían más material, él expone que en su hospital tienen, por lo menos, un EPI por persona y turno. “Lo justo sería cambiarte de EPI cada vez que tratas con un paciente, pero tengo que dar las gracias porque nosotros estamos bien preparados. Doy las gracias a la supervisora de la REA y también a la dirección de Enfermería y del hospital porque está haciendo todo por cuidarnos”, asevera.
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