ÁNGEL M. GREGORIS.- “Sarcoma de Kaposi y toxoplasmosis granulomatosa en un español homosexual”. Este era el titular del estudio de investigación que publicó The lancet en marzo de 1982 y que explicaba el caso del primer paciente con sida en España. Era octubre de 1981 cuando ingresó este hombre en el Hospital Vall d’Hebron, de Barcelona, tan sólo cuatro meses después de que se detectaran los cinco primeros casos del mundo en Los Ángeles (EE.UU.).
Este fue sólo el inicio de una de las pandemias más estigmatizantes y duras de las últimas décadas, que se ha cobrado millones de vidas desde su aparición y que todavía afecta a casi 40 millones de personas en el mundo, según los últimos datos de ONUSIDA. Y frente al desconocimiento y la incertidumbre del virus estuvieron ellas, las enfermeras, los médicos, los auxiliares, celadores… sanitarios, en general, que plantaron cara al virus con miedo, a veces, pero con la certeza de que estas personas necesitaban su ayuda y ellos y ellas iban a brindársela.
“Fueron años duros en los que tuvimos algunos problemas. En mi caso, comenzamos de forma un poco pionera. Empezó un adjunto a encargarse de casi todos los pacientes con infección VIH y sí es cierto que en el hospital teníamos un poco de rechazo. Muchas veces te decían: ‘Tengo un paciente tuyo’, refiriéndose al VIH, y yo pensaba: ‘Si está en tu planta, es tan tuyo como mío’”, recuerda Mercedes Morales, enfermera jubilada del Departamento de Medicina Interna del 12 de Octubre (Madrid). Ella, en su caso, no sintió miedo. Venía de cuidar a pacientes con síndrome tóxico y el sida era otra enfermedad como cualquiera. Tenía clarísimo que iba a estar cerca de los pacientes como siempre lo había hecho. Y así fue durante más de tres décadas. Como ella, muchos; pero también hubo otros que avivaron el fantasma de la discriminación y la marginación.
Estigma
En estos primeros años, las historias clínicas de los afectados se marcaban con un punto rojo. Un punto rojo que estigmatizaba enormemente a los pacientes y que Mercedes luchó durante mucho tiempo por quitarlo. “Era horrible ver cómo señalábamos a estas personas. Me acuerdo de decir a compañeros celadores que por qué llevaban las camas llenas de puntos rojos como si fuese un vestido de flamenca. Fue horrible”, explica la enfermera.
Igual de mal lo vivió Kike Poveda, diagnosticado hace 33 años. “Teníamos que ir con ese punto a todas partes. De hecho, yo tuve un ingreso en el que me pusieron esparadrapo en la cama y me escribieron ‘SIDA’. Allá donde iba yo, venía el cartel”, afirma Kike, miembro del grupo superVIHvientes. Después de más de tres décadas conviviendo con el virus, puede decir alto y claro que es un superviviente, pero en su mirada también guarda cierto rencor a la sociedad. Una sociedad que le dio de lado y le juzgó sin comprender sus circunstancias. “Era adicto a la heroína y gay, así que sentí el rechazo por las dos partes. Muchos amigos dejaron de saludarme. La verdad es que mi relación con la sociedad, en general, es más bien mala. Había un muro de por medio hecho por el miedo”, reconoce.
Dominique Cubel tampoco tiene un grato recuerdo de la gente tras el diagnóstico. “Mi padre, que era muy buen hombre, quiso desahogarse con algún amigo y se lo contó. La noticia corrió entre el resto de vecinos y se enteró mucha gente. Me miraban mal y luego, con la lipodistrofia, todavía peor”, comenta.
El desconocimiento y la baja formación de los profesionales en esta época no le hicieron muy humano su paso por el hospital. “Se ponían doble guante para atendernos y las peticiones de pruebas las marcaban con un círculo y la palabra sida en su interior”, asegura Dominique. No todo era malo. “Recuerdo muy bien a una que me decía que estuviese tranquila, que no llorase, que todo iba a salir bien. Aunque se pusiera guantes, era distinto porque no tenía un trato tan frío”, asegura.
Cambio
Después, cambió de hospital y se fue al Germans Trias i Pujol (Barcelona), especializado en VIH. “Llevan muchos años con esto y se nota un cambio. Quiero creer que actualmente también en otros, pero es una suerte poder estar en este hospital. De hecho, hay una enfermera, Ana, que yo siempre digo que es un angelito; se preocupa por todo. Valoro mucho que ellas me pregunten porque yo también soy cuidadora de mi madre que tiene 92 años y sé el trabajo que tienen diariamente”, asevera Dominique.
Jordi Puig, enfermero de este centro y vocal de la Sociedad española Interdisciplinar del Sida (Seisida), entró a trabajar allí hace ahora 18 años. Él no vivió los primeros años, pero sí ha notado un cambio desde que comenzó a cuidar a pacientes con VIH hasta ahora. “Cuando llegué a este hospital, llevaba una película en mi cabeza de cómo eran los pacientes que me iba a encontrar; pensaba que tendrían unas características bastante marginales, y luego descubrí que no, que había gente de cualquier edad y de cualquier estatus social”, destaca. Ahora, con el tiempo de por medio, cuenta que está trabajando en asuntos que antes no se podía ni imaginar. Por ejemplo, el envejecimiento. “Los últimos estudios dicen que las personas con VIH pueden tener un envejecimiento prematuro de hasta 10 años con respecto a la población general. Nuestro trabajo ahora es realizar intervenciones de prevención con estos supervivientes. Hay hasta un 40% de pacientes que siguen fumando y está demostrado que tiene un aceleramiento de la comorbilidad”, subraya el enfermero.
Medicamentos
La falta de medicamentos hizo también que todo fuese más complicado. “Me encontré personas dispuestas a participar en cualquier ensayo clínico. Tomaban muchísimas pastillas, igual 26 al día y cada una con unos efectos secundarios muy fuertes. Se aferraban a lo nuevo que iba saliendo”, afirma Puig. Para Mercedes Morales, el sida fue una de las enfermedades más crueles “porque carecíamos de fármacos”. “Todavía recuerdo cómo iba a las cuatro de la mañana con mi linternita, entrando a las habitaciones y dándoles el AZT con un vasito de agua o leche para que se lo tomasen mientras estaban medio dormidos. Fue una época muy dura para el paciente, pero también para nosotros porque era muy doloroso ir perdiendo pacientes. Nos creaba un gran sentimiento de impotencia ver que por mucho que lo intentásemos, llegábamos a muy poquitos y no los podíamos sacar adelante”, comenta.
Además, Morales admite que lo que más le llamó la atención era algo que no había sentido en su vida como enfermera. “Nunca había visto que a un paciente se le rechazara por el mero hecho de tener una enfermedad. Había que ocultarlo; no podías llegar y decirlo, así que esto suponía un sufrimiento añadido a la ya de por sí cruel enfermedad”, cuenta.
“Me agarraba a un clavo ardiendo”, dice Josep María Tomàs, en relación a los medicamentos. De hecho, cuando se lo diagnosticaron a él, en marzo del año 1995, se estaban haciendo pruebas con fármacos en otros países y luchó hasta el final por conseguir que se los dieran. “Me diagnosticaron con una situación inmunológica bastante complicada. Había un médico haciendo pruebas con combinaciones de fármacos en Estados Unidos para parar el desarrollo de la infección y recuerdo que pedí por favor que me lo diesen. Fue milagroso. De una situación muy chunga, en tres o cuatro meses estaba recuperado”, señala.
Miedo
Kike, que ahora vive en pleno centro de Madrid, recalca que lo que más miedo le dio siempre era morirse. “No había medicamentos y al principio el AZT era como una quimio, nos lo daban en una cantidad exagerada. Fueron saliendo otros, pero con algunos tenías que ir con la botella de agua para no sufrir cólicos nefríticos. Otros te producían una diarrea enorme y con ese llegué a hacerme de vientre encima mientras que iba conduciendo hacia el trabajo”, recuerda. Dominique lo vivió igual. Ella estuvo a punto de morir después de tomar Retrovir “Me puse malísima, cogí una anemia muy grande, me tuvieron que ingresar y hacerme transfusiones de sangre. Yo siempre he sido una mujer más bien alta, tenía buen tipo y empecé a adelgazar. La gente venía y me preguntaba que si tenía anorexia o cáncer. Fue muy difícil”, asegura.
Y con estos tratamientos, la ayuda y los cuidados enfermeros se hacían todavía más indispensables para salir adelante. “Hablábamos mucho a nivel de adherencia, estrategias para tolerar mejor la medicación y cómo paliar los efectos secundarios de esta. También los acompañábamos y respondíamos las dudas que podían surgir”, explica Puig.
Calma
Josep María, también parte de SuperVIHvientes, menciona con distancia su primer ingreso. “Me metieron con cuatro tíos y esa misma noche se murió uno de ellos. Quería irme de allí, pero las enfermeras siempre intentaron calmarme en esos momentos. Cuando ya subí a planta, recuerdo que me daban conversación y cariño, que me hacían sentirme acompañado y muy cuidado”, destaca. Ahora, en la distancia de esos momentos, aplaude enormemente el trabajo que hicieron con él y agradece muchísimo sus cuidados.
Edad adulta
“Hemos ido escribiendo la historia del VIH las generaciones que nos diagnosticaron primero. Ser superviviente ahora es enfrentarse a la edad adulta y desde hace un tiempo ya noto que están pasando cosas que no son normales en gente de mi edad, sin el VIH. Esta evolución también la han ido sufriendo las enfermeras que empezaron a tratarnos en esa época. Ellas tienen una perspectiva histórica de la enfermedad y tenemos una gran complicidad”, asegura.
Más allá del hospital, que acudían cuando había alguna complicación, las enfermeras de los centros de salud también fueron claves a la hora de dar los cuidados a los pacientes con el virus. De esto sabe mucho Isabel Serrano, enfermera jubilada del Centro de Salud de Abrantes (Madrid). Situado en Carabanchel, Isabel y sus compañeras tuvieron que enfrentarse a la droga muy de cerca. En un momento en el que la heroína estaba a la orden del día y cada vez eran más los jóvenes que caían en sus redes, apareció el VIH. “Había mucho desconocimiento, nos tuvieron que dar cursos para explicarnos que, aunque diésemos la mano a estos pacientes, no nos iba a pasar nada. Yo nunca tuve mucho miedo a la transmisión, pero tenía compañeras que sí”, rememora Isabel.
Durante 30 años fueron muchos los afectados que atendió, pero recuerda especialmente dos. El primero de ellos era un chaval homosexual. Tras el diagnóstico, su padre lo acogió en casa y se enfrentó al aislamiento porque en aquella época la gente era muy cerrada. “Tuvimos que hacer más labor de educación con la familia que con el chico. Había que enseñarlos cómo se transmitía porque lavaban todo aparte con lejía y era necesario que supiesen que no había problema”, cuenta la enfermera.
El otro caso fue incluso más duro. “Cuando llegamos a la casa para hacer las curas de una úlcera, nos encontramos a un señor esquelético, tirado en una colchonetilla en el suelo. Era drogadicto y su padre no quería tenerlo. Hablé con ellos y, finalmente, le compraron un colchón y un somier, pero reconozco que los prejuzgué muchísimo porque no entendía que lo tratasen así”, recuerda Isabel. Con esta familia tuvo una gran labor de educación para la salud. Con los padres y con el enfermo. “Un día estaba llorando porque no tenía para tabaco y me dijo que le encantaría robarme el reloj para comprarse un paquete. Yo le dije que, si el médico le daba permiso, se lo compraba yo misma. Fue su padre el que lo compró al final. Poco a poco iban entrando a verle, hablaban con él… Murió en su casa y en paz”, destaca.
A pesar de los avances y de que la información es cada vez más accesible, en 2017 se notificaron 3.381 nuevos casos en España según el último informe epidemiológico. Unas cifras alarmantes que no hacen más que demostrar la necesidad de continuar apostando por campañas de concienciación. “La gente joven ha perdido mucho el miedo porque no tienen percepción del riesgo y se tiran a la piscina. Ahora se están introduciendo otros hábitos como, por ejemplo, juntar las drogas y el sexo para hacer quedadas colectivas. Eso implica el peligro de las drogas y el de la falta de percepción de riesgo en el sexo. La verdad es que en los últimos años, cuando venía gente muy jovencita recién diagnosticada, me daban ganas de darme cabezazos contra la pared porque me daba la sensación de que había gastado saliva y no había servido para nada”, afirma Morales. Aun así, no tiene ningún problema en asegurar que “todos estos años han sido muy duros, pero felices a la vez”. “Quizás los años más duros y gratificantes de mi carrera. Mil veces seguiría cuidándoles”, manifiesta.
Lejos de esos primeros casos, existen hoy un gran grupo de supervivientes, que vieron como su vida cambiaba de un momento a otro, pero que supieron sobreponerse a las adversidades. Tratamientos durísimos, estigma, humillación y un virus que comenzaba a destrozar millones de familias. Kike, Dominique y Josep son sólo tres ejemplos de personas que lograron salir adelante en una época muy complicada y que, actualmente, han recuperado, en cierta medida, la sonrisa. Junto a ellos, Isabel, Jordi y Mercedes, enfermeras de hospitales y centros de salud, que aprendieron a tratar y a cuidar a estos pacientes, muchas veces abandonados por sus familias y amigos.
No discrimina
“De mi vida no cambiaría nada porque todo lo que me ha pasado me ha servido para aprender, incluso lo malo. Lo que sí cambiaría es el tratamiento mediático que se hizo en su momento del VIH. El primer mensaje que se dio es que el sida era una enfermedad de putas, yonkis y maricones. Y no, todos somos iguales, el VIH puede afectarnos a todos”, concluye Dominique. El VIH no entiende de orientación sexual, de género, ni de clases sociales. El VIH no discrimina.