ÁNGEL M. GREGORIS.-

— Me acuerdo de cuando venías porque eras muy pesada. Estaba en la cama muerta de miedo y me ponían corticoides a altas dosis; tú me contabas el efecto de la medicación, te sentabas y me decías: ‘Eres muy joven, tienes que vivir, tienes que estudiar, la Enfermería es muy bonita’. Me hablabas de bailes y yo veía que en frente estaba mi madre muriéndose. No quería ver el baile, ni conocer la Enfermería ni la vida.

— Te animaba porque te veía desconsolada y tenías motivos, pero no iba a decirte que siguieses llorando. No quería que desfallecieras; fui muy pesada, pero me daba mucha pena que no pensaras en el futuro. Eras muy guapa y muy joven y no quería que estuvieses tan hundida.

— No me acuerdo de nadie más de esa unidad, sólo de ti. Sí, eras una pesada, pero una pesada encantadora.

— Es verdad que pensaba que esto no iba a tener tantas complicaciones, pero luego vi que trajo muchos años de sufrimiento y secuelas.

Cuatro décadas han pasado desde que Mayca y Concha se conocieron en la Unidad de Cuidados Intermedios de la entonces Ciudad Sanitaria de la Seguridad Social 1º de Octubre (ahora Hospital 12 de Octubre), en Madrid. Mayca llegaba como paciente con neumonía bilateral atípica, 39 de fiebre, tos, dolor de garganta… y Concha era una de las enfermeras de esa área. Un infierno para una joven de 20 años, que vio de un momento a otro cómo se derrumbaba todo.

La crisis del aceite de colza golpeó con fuerza al sistema sanitario de entonces. Una enfermedad desconocida que producía neumonía, tromboembolismos, hipertensión pulmonar, calambres, mialgias, esclerodermia… Sin previo aviso, los hospitales empezaron a llenarse de gente (afectó a más de 20.000 personas), sobre todo de barrios obreros, que compraron el producto creyendo que era aceite de oliva mucho más barato. Aunque el primer caso apareció el 1 de mayo de 1981, no fue hasta el 10 de junio cuando la Dirección General de Salud Pública informó de la vinculación de la enfermedad con la venta de este aceite sin control sanitario.

El llamado síndrome tóxico por la ingesta de aceite de colza fue el responsable de este primer encuentro entre Mayca y Concha, que, probablemente y sin saberlo, les cambió la vida. Durante las semanas que Mayca estuvo en Intermedios -después pasó a otra unidad donde permaneció meses ingresada-, Concha le contaba historias de la profesión.

Una recuperación muy larga

Ahora, media vida después, sus caminos han vuelto a cruzarse para un reencuentro muy especial. “Lo que más pena da es que no podamos abrazarnos”, dicen cuando se ven. Con el Templo de Debod y el Palacio Real de testigos, ambas se actualizan y se ponen al día. “Te veo muy bien”, asegura Concha. “Sí, no me puedo quejar”, responde Mayca.

Mayca y Concha, en un momento del encuentro. Imagen: Javier Ruiz Burón

Siete años después de ese ingreso, comenzó sus estudios y decidió que quería devolver a la gente todo lo que las enfermeras habían hecho por ella. Siete años que le sirvieron para, de alguna manera, renacer. Tuvo que hacer muchísima rehabilitación durante este tiempo para conseguir recuperar una vida normal. “Tenía cédulas en las manos y tuve que ir al psicólogo porque era una niña de 20 años y estaba feísima. Cuando salí, era una persona demacrada, sin bolas de Bichat, con los dientes prominentes”, cuenta Mayca.

Pensar

De hecho, ahora con la perspectiva que otorga el tiempo, recuerda cómo la gente pensaba que era drogadicta: “Coincidió con la época del sida, perdí 14 kilos en muy poco tiempo y mi hermana me sacaba a dar una vuelta agarrada del brazo. La gente pasaba, me miraba y comentaba. Me veía en el espejo y no me reconocía, muchos niños se acercaban y me decían que estaba tísica. Volvía a casa llorando”.

Fueron siete años en los que pudo poner en orden su cabeza y pensar mucho. “Tuve que afrontar muchas cosas, decir esta es la que soy, habrá gente que me quiera y gente que no, pero voy a vivir. Y vivir implicaba seguir. En esos momentos, yo admiré muchísimo a la enfermería y fue el nacimiento de algo desconocido. No lloré tanto como dice Concha, lloraba porque mi madre se moría y porque estaba falleciendo mucha gente de mi edad. Fueron tiempos muy difíciles y creo que eso despertó en mí las ganas de vivir con sentido, con ganas de ayudar y dando humanidad a las cosas que hago”, apunta.

Lesiones

Mayca y Concha, 40 años después del ingreso. Imagen: Javier Ruiz Burón

Su madre estuvo ingresada un año entero y cuando salió tuvo que hacer rehabilitación. Vivió bastantes años, pero terminó muriendo a causa de las lesiones que le dejó la intoxicación. “Fue un envenenamiento y jamás se hizo justicia porque nunca se supo quiénes eran los verdaderos responsables, fue gente que traficaba con la muerte por dinero. Se intentó solucionar a base de indemnizaciones porque era gente de barrios muy obreros. Estuve todo el juicio viendo a los aceiteros y los recuerdo perfectamente. De todos modos, yo creo que ahora soy una máquina porque en su día tomé este aceite industrial”, dice, riéndose, porque, al final, sólo quedó resignarse.

Aunque las dimensiones no tienen nada que ver con la actual pandemia por COVID-19, ese inicio sí recuerda un poco a lo que se vivió el pasado mes de marzo. Algo desconocido, que puso prácticamente en jaque el sistema sanitario. “Fue una avalancha un poco similar a la que se ha vivido hoy en día, pero con muchas menos muertes. Cuando llegaban, les poníamos una mascarilla porque como venían con neumonía, no sabíamos si se podía contagiar. Tuvimos que reorganizar la unidad, dimos de alta a enfermos cardiacos y lo adaptamos para la colza. No sabíamos a lo que nos enfrentábamos porque fue de golpe, íbamos con mascarilla, bata y guantes y nos hacían ducharnos al entrar y al salir”, añade Concha. Unas palabras que, sin ninguna duda, nos trasladan a 2020 y 2021. Camas específicas para pacientes con síndrome tóxico, contratación de enfermeras para tratar la enfermedad, aislamiento… “Las enfermeras primero resolvemos y luego pensamos. Tenían dolores musculares muy fuertes, se agarrotaban y tenían muchos picores. Nadie sabía nada porque fue muy imprevisto”, dice la enfermera.

Gente humilde

Concha cuenta cómo el hospital puso a disposición de la gente un servicio de intercambio del aceite. Los afectados iban con la botella o la garrafa y les daban una que había comprado el hospital. La mayoría de afectados era gente humilde, gente a la que se le vendió aceite adulterado como aceite de oliva a mejor precio. “Mi madre era una mujer viuda, que tenía ocho hijos y estiraba el dinero como las gomas. A veces venía un señor a vender el aceite por las casas y otras lo comprábamos en un rastrillo que se hacía los sábados. Nunca supimos cuál era el que nos afectó”, destaca Mayca.

Tras empezar la carrera, intentó que su vida se fuera normalizando. “He tenido secuelas durante muchos años; la peor es la hipertensión pulmonar, que es una enfermedad muy severa que puede conducirte a un trasplante de corazón. No fue mi caso, pero sí el de muchos compañeros de mi edad. También tengo esclerodermia y no puedo estirar el brazo completo”, comenta. Eso sí, muchas veces tenía que ir en taxi a estudiar. “Me preguntaban que si tanto me interesa la clase y en realidad es que no podía subir al autobús porque no podía levantar la pierna. Me daban calambres escribiendo y tenía que recolocarme la mano y seguir…”, rememora.

Admiración

Concha la mira con admiración. En el fondo, son dos mujeres que han sabido superarse a sí mismas. “Siempre he tenido cojera y he vivido muchas dificultades en la vida, pero lo he conseguido a base de tesón. Por eso no quería que se rindiera. Sólo me acuerdo de ella, me miraba con unos ojos grandísimos”, afirma. Para ella, esta crisis también fue un aprendizaje: “Las enfermeras aprendemos algo todos los días, pero el trato humano que recibimos de los enfermos fue espectacular”.

“Aunque creas que no fue definitivo, fuiste muy importante para tomar la decisión. Estudié enfermería por culpa de la colza y gracias a ti”, le dice cuando sus caminos van a volver a separarse. Al final, Mayca le echa el brazo por detrás a Concha y, con precaución, terminan regalándose el abrazo que se debían desde hace 40 años.

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Portada de El País del día en el que se dictó sentencia contra los acusados

LA SENTENCIA DEL DOLOR

Ocho años después del ingreso de Mayca y su familia en el hospital, los tribunales leyeron la sentencia que condenaba lo ocurrido. Seis años de investigación, 15 meses de juicio y 11 meses para dar el veredicto fue el tiempo que miles de familias tuvieron que esperar para conocer el resultado. Fue en mayo de 1989 cuando la sentencia enfadó, y mucho, a todos los afectados.

13 personas fueron condenadas con penas de 6 meses a 20 años. Tan sólo dos de ellos ingresaron en prisión, dejando muy lejos las sanciones que pedía la Fiscalía de entre 10.000 y 100.000 años de cárcel. “Fue un día muy triste”, reconoce la afectada. De hecho, la fotógrafa Marisa Flórez publicó en la portada de El País una imagen de ese día en el que se veía la rabia de ese momento.

Casualmente, el hombre que aparece es el hermano de Mayca. “Es mi hermano Eduardo. Ese día a mí me detuvieron por las protestas. Los culpables mataron a muchas personas y miles se quedaron afectadas de por vida, pero las condenas fueron de risa”, explica Mayca.

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Mayca Gómez: siete años después de su ingreso en el hospital, decidió estudiar Enfermería para devolver a la población todo lo que los profesionales habían hecho por ella. Lleva 31 años trabajando en la Unidad de Medicina Interna del Hospital 12 de Octubre (Madrid) y actualmente atiende a pacientes COVID-19 en una planta habilitada para ello desde que empezó la pandemia. También es profesora asociada de la Universidad Complutense de Madrid y experta en VIH. No ha parado de formarse ni actualizarse porque para ella su profesión lo es todo.

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Concha Sarriá: nació en Nikoláyevka, una pequeña localidad de Rusia. Cuando era todavía una niña, su familia se mudó a España y de mayor se formó como enfermera. Acabó la carrera en 1975 y trabajó durante 43 años. Ahora lleva jubilada 8 años. Empezó en la Unidad de Hematología y poco después pasó a Cuidados Intensivos. Durante todo este tiempo, ha vivido en el mundo asistencial crisis como la de la colza o la pandemia de VIH. Esta última no tan de cerca, tal y como ella misma asegura. Siempre le ha gustado bailar y hoy en día sigue haciéndolo con su marido. 

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